DESPUÉS DE VENDER MIS TEQUEÑOS.

En la  magia salvaje que comúnmente conocen a este país, los paraísos  se transformaron y quedaron trazados aquella noche en que salí, en los trancones interminables de la Calle 13.

No recuerdo muy bien, creo que eran las 8 o 9, pero mi cuerpo sabía el peso de una larga jornada de tequeños que había levantado mi brazo, cuando Moisés me decía que tan sólo le estaban pagando veinte mil pesos el día de trabajo en la carpintería. Pero yo en ese instante, no le estaba prestando atención.

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Mis hijas me llenaron de besos apasionados saltando y gritando que era la mejor mamá del mundo, mis hermanas estaban en la cocina preparando algunas arepas para la cena y mis cuñados estaban acompañando a la vieja Tella por una insulina que vendían en la esquina de la casa porque  desde su llegada  había visitado dos veces el María Uxiliadora.

Esa noche torrencial, el joven ayudante del bus se bajó rápidamente y a lo lejos se escuchaban algunas voces que gritaban -¡se murió, se murió!

Yo medio asomé mi cabeza y observé el cuerpo caído de un chamo atropellado por un camión.

En ese momento, me persigné y le pedí a Dios por mi Moisés, quien andaba en bicicleta hora y media todos los días por miserables veinte mil pesos que no nos alcanzaba ni para el arriendo en un país que cobra hasta el respiro.

Yo me fui pensando, sí tenía hijos, esposa una madre o sí vivía en un cuarto y no le alcanzaba el dinero y la vida tuvo misericordia de él y se lo llevó a un lugar mucho mejor.

En esa noche frígida, el cansancio se me había olvidado, llegué a mi casa y lo único que quería tener en mis brazos sin mucho ruido ni inconformidades eran los abrazos de mi familia y decirles que pronto volveríamos a nuestra amada Venezuela.

Eliana Yiseth Sandoval

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